¿Cómo podré ser feliz en el cielo, teniendo familiares en el infierno? | John MacArthur


Muchas personas se preguntan cómo van a poder soportar la eternidad, sabiendo que algunos de sus seres queridos aquí en la tierra no van a estar con ellos. ¿Y qué pasa con los hijos perdidos de muchos padres, hijos que se han apartado de Dios y han muerto en inmoralidad e incredulidad? ¿Cómo puede el cielo ser perfecto para ellos? ¿Qué va a suceder con los hijos cuyos padres han muerto en pecado y sin conocer al Señor? ¿Cómo podrán superar el dolor de la separación eterna? ¿Y qué me dices de una viuda que llega a la presencia del Señor después de que el marido a quien quería haya muerto siendo incrédulo? ¿Cómo puede ser el cielo un lugar de dicha eterna si no hay esperanza alguna de reunirse con estos seres queridos?

Las Escrituras no dan respuestas concretas a todas esas preguntas. Algunas personas apuntan que nuestros recuerdos sobre las personas con las que nos hemos relacionado en la tierra se diluirán en la gloria del cielo. En la Biblia se encuentran ciertos pasajes que podrían dar a entender eso. Por ejemplo, en el capítulo 65 de Isaías, donde se describen los cielos nuevos y la tierra nueva, Dios dice: «Yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá más memoria, ni más vendrá al pensamiento (v. 17, cursivas añadidas). Pero esto tampoco quiere decir que vayamos a olvidar todo lo relacionado con la vida en la tierra y con las personas a las que hemos tratado. Después de todo, la relación con muchas de esas personas va a continuar eternamente. Además, estaremos toda la eternidad rememorando la manera en que Cristo nos ha redimido. Y ya que nuestra redención a través de la obra de Cristo se produjo en la tierra, sería imposible que olvidásemos todos los detalles sobre las situaciones y las personas de la tierra.

Sin embargo, hay que decir que en el cielo gozaremos de una comprensión mucho más clara de los acontecimientos. Ahora vemos las cosas como a través de un espejo oscurecido, pero en el cielo las veremos cara a cara (1 Co. 13:12). Todas las relaciones y las amistades que hemos mantenido en la tierra serán superadas por otras mucho más satisfactorias y perfectas. Del mismo modo que Dios promete ser padre de los huérfanos aquí en la tierra (Sal. 68:5), en el cielo llenará, personalmente, el vacío dejado por las relaciones terrenales que se hayan roto de una manera mucho más perfecta, porque nuestros sentimientos y deseos no estarán afectados por las consecuencias de los pecados que hemos cometido.

Allí entenderemos mejor la justicia perfecta de Dios y le glorificaremos por todos los detalles de su plan eterno, incluyendo el tratamiento dado a los impíos. Los versículos finales de la profecía de Isaías indican que la destrucción de los impíos acabará siendo algo por lo que adoraremos a Dios (Is. 66:11-24). La existencia del infierno no ensombrecerá la gloria del cielo ni alterará en lo más mínimo su dicha.

La Biblia no dice nada respecto a la influencia que todo esto tendrá sobre las mentes de los redimidos. Tan solo se nos promete que Dios mismo secará las lágrimas y pondrá en nosotros un gozo supremo e imperecedero y delicias… para siempre (Sal. 16:11). Por el momento, baste con saber que podemos confiar sin reservas en la infinita bondad, compasión y misericordia de Dios.

Pero fijémonos en que cuando Dios dice que hará todas las cosas nuevas, le dice al apóstol Juan que escriba también el siguiente mensaje: «Escribe: porque estas palabras son fieles y verdaderas» (Ap. 21:5), como si pretendiese añadir a las promesas un signo de admiración. Los que realmente conocemos al Señor sabemos que podemos confiar en Él incluso en las preguntas sin respuesta. Todas sus palabras son fieles y verdaderas, así que cuando Dios promete que va a hacer todas las cosas nuevas, podemos aferrarnos a esa promesa a pesar de nuestra impotencia a la hora de saber cómo se van a resolver las dificultades. El cielo será absolutamente perfecto, al margen de lo difícil que nos pueda parecer entenderlo ahora.

Otra cosa queda clara: a Dios no se le puede echar en cara la falta de misericordia o de bondad, aun cuando algunas personas vayan a morir por toda la eternidad. No se le puede culpar por la destrucción de esas personas, porque Él ofrece libremente el agua de la vida a quien tenga sed (v. 6). Las personas que le dan la espalda a Dios lo hacen voluntariamente.


Extracto del libro «La Gloria del cielo» escrito por John MacArthur.

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